COP29: la lucha contra el cambio climático necesita algo más que buenas palabras. Los procesos de adaptación y mitigación, fundamentales para frenar el deterioro del planeta en las próximas décadas, requieren de financiación y este flujo puede venir tanto de entidades privadas como públicas. La ONU, a través de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), se encarga de supervisar estas transferencias de los países desarrollados a los países en desarrollo.
El cambio climático es un problema global y hacerle frente requiere de un elevado volumen de financiación para transformar los procesos productivos y de consumo en todo el planeta. Una tarea especialmente costosa para los países en desarrollo, que en muchos casos son los más vulnerables a este fenómeno. Aquí es donde entra en juego el financiamiento climático para su mitigación y adaptación.
Encontrar un nuevo objetivo
De la COP29 de Bakú tiene que salir el nuevo objetivo de ayuda climática a los países menos desarrollados. Se debate la cantidad, que rondaría el billón de dólares anuales, pero también quién debe aportar y la estructura del fondo.
En tres décadas de negociaciones climáticas probablemente nunca se había hablado tanto de dinero. La financiación es el tema central de la COP29, la cumbre del clima que se celebra en Bakú, la capital de Azerbaiyán.
De aquí tiene que salir el nuevo objetivo de ayudas de los países ricos a los menos desarrollados para que estos puedan mitigar sus emisiones y también adaptarse a los efectos del cambio climático, ya que, aunque estas poblaciones aportan una ínfima parte del CO₂ global, son las más vulnerables a su impacto.
La lucha por determinar a cuánto asciende la cantidad de este objetivo, quién debe aportar a él y qué estructura debe tener ya está provocando los primeros bloqueos en la cumbre, y es que no se trata solo de cifras, sino que de fondo subyace un debate sobre justicia climática, quién es el responsable de esta crisis y hasta qué punto hay confianza en el proceso diplomático de Naciones Unidas.
Primer punto de conflicto: ¿determinar cuánto cuesta el cambio climático?
El nuevo objetivo de financiación Nuevo Objetivo Colectivo y Cuantificado o New Collective Quantified Goal on Climate Finance (NCQG) por sus siglas en inglés) abarcará los próximos cinco años y sustituirá al anterior, acordado en 2009 y según el cual los países se habían comprometido a entregar para 2020 unos 100.000 millones de dólares anuales al Fondo Verde para el Clima. A esta cantidad se ha llegado «tarde y mal», según señala Mariana Castaño, veterana participante de estas cumbres y fundadora de la consultora ambiental 10 billion solutions: solo se alcanzó, y a duras penas, en 2022.
Pero esta cifra, según se pactó en el Acuerdo de París, debe ser el suelo, y no el techo, de la financiación climática. Con un calentamiento global que ya se hace notar con especial virulencia en forma de incendios, olas de calor, sequías o inundaciones, y al que cada vez hay que adaptarse más rápido, la cantidad anterior se ha quedado desfasada, y todos los cálculos de los expertos apuntan a que el New Collective Quantified Goal on Climate Finance (NCQG) debe ser de, al menos, un billón de dólares anuales de aquí a 2030.
En los primeros días de la cumbre, el grupo de países menos desarrollados (llamado G77), ha llegado a un acuerdo en la cifra: 1,3 billones de euros (con b en español, trillions en inglés). El Grupo Independiente de Expertos de Alto Nivel sobre Financiación Climática va más allá y calcula que al final de esta década se deberían donar 2,4 billones de dólares al año.
¿Es realista multiplicar por diez la financiación cuando ha costado tanto llegar a un objetivo más modesto? Javier Andaluz, portavoz de Ecologistas en Acción en esta cumbre, lo tiene claro. «Es muy realista. Si lo comparamos con el gasto militar, que es de 2,4 billones según el Centre Delàs, un billón sería menos de la mitad de lo que se está invirtiendo en este sector».
¿Qué países deben pagar?
Además de la cantidad, los países chocan por quién debe dar este dinero. Hasta ahora solo estaban obligados a pagar los que se consideran desarrollados según la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, entre ellos Estados Unidos, los europeos o Japón.
Ahora, «estamos hablando de cómo ampliar esa base, y si por ejemplo China aceptara formar parte de esta base, evidentemente la cantidad que se puede conseguir es muy diferente», señala Marta Torres Gunfaus, directora del programa de Clima del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales (IDDRI) de París. El gigante asiático ha crecido exponencialmente en riqueza y emisiones desde los años 90, cuando se acordó esta Convención y quién debía pagar y quién no.
«El mundo de hoy no es el de hace 30 años. Los países considerados desarrollados dicen que ellos no pueden pagar la cuenta solos, y que hay países como China o el resto de BRICS (Brasil, Rusia e India, además del gigante asiático) que tienen que contribuir», expone Castaño. También se plantea la entrada de los petroestados de Oriente Próximo dentro del grupo de países donantes.
Para Andaluz, este es un «debate infructuoso», con el que países del norte global como Estados Unidos quieren «desviar la atención» para que no se hable de sus «responsabilidades«. Aunque China sea ahora el principal contaminante del mundo, las emisiones de EE.UU. per cápita son prácticamente el doble y, tanto el país norteamericano como la UE, superan a Pekín en el porcentaje total del CO₂ enviado históricamente a la atmósfera.
Por ello, desde Ecologistas en Acción ven con buenos ojos que China también entrara a la lista de países donantes, pero consideran que «los países del norte global tienen que ser los primeros en dar un paso», ya que es difícil que si no se comprometen estos Estados desarrollados «exijan a otros poner dinero».
Para hacer esta parte más comprensible, los negociadores y activistas han recurrido a la metáfora de las verduras
Las conversaciones están encalladas además en otro punto: la estructura de los fondos. Para hacer esta parte más comprensible, los negociadores y activistas han recurrido a la metáfora de las verduras.
Una propuesta es que los fondos climáticos tengan forma de cebolla, con varias capas de financiación pública y privada, mientras que otra es que se asemeje más a un aguacate, con un núcleo central más importante de financiación pública y otra parte secundaria proporcionada por donantes privados.
Aquí se plantea un conflicto entre bloques, entre los países ricos y pobres. Los países en desarrollo, que pueden tener más dificultades para acceder a los mercados privados, prefieren «conseguir un compromiso de fondos públicos, una ayuda más segura y predecible», antes que agarrarse a «una cifra que parece muy grande» pero que no sabrán qué capacidad tendrán de atraer a su territorio, explica Torres. También reclaman que la ayuda sea directa y no en forma de préstamos para no acumular deuda.
Por otro lado, los países industrializados como los de Europa «tienen sus limitaciones en financiación pública y ya aplican recortes, por lo que no quieren que la responsabilidad recaiga solamente en fondos públicos», añade.
A esto se suma que en Estados Unidos, hasta ahora el principal donante al Fondo Verde para el Clima, ha vuelto al poder Donald Trump, quien ya ha mostrado su intención de salirse de nuevo del Acuerdo de París, por lo que es previsible que reduzca su aportación o incluso deje de participar en estos fondos.
Por todo ello, Torres cree que es «muy complicado» llegar a un acuerdo sobre un objetivo económico ambicioso en esta cumbre.
Una reforma de posguerra
Bajo todo ello se plantea un debate de fondo sobre una reforma de la arquitectura financiera global y el papel de instituciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Estas instituciones nacieron con los acuerdos de Bretton Woods tras la Segunda Guerra Mundial, pero en este nuevo escenario de cambio climático cada vez son más las voces que piden repensar sus cometidos.
En la cumbre de hace dos años, la COP27 en Egipto, la primera ministra de Barbados, Mia Mottley, lanzó la «Iniciativa Bridgetown», con la que proponía una transformación de estas instituciones para que se convirtieran en instrumentos de una transformación verde y redujeran la presión sobre los países más endeudados.
Esta idea ha ido calando y países desarrollados como Francia han apoyado la iniciativa, incluso con una cumbre al más alto nivel en París el año pasado, y también se ha mostrado favorable el nuevo presidente del Banco Mundial, Ajay Banga.
Sin embargo, los expertos consultados recuerdan que una COP no tienen las competencias para llevar a cabo esta reforma. Sí que puede, según Andaluz, «mandar señales» de que apoya esta modificación de la arquitectura financiera allá donde sí que se puede decidir, «en los sillones del BM, el FMI o en la Organización Mundial del Comercio». Será muy relevante, añade, que la cumbre coincide con la reunión del G20 en Brasil, donde también se pueden tomar estas decisiones.
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